Tú, ciudadano, crees que no existe ningún tipo de compasión entre los viandantes. Ves a un mendigo apoyado en la pared de un centro comercial con cientos de personas pasando delante de él mirándole con vergüenza y al no darle limosna te sientes tan insolidario que tus orejas y mejillas se encienden. Dejas que alguien te culpe por ello. Diez minutos después crees que el mundo está abocado a un final como la novela de Cormac McCarthy La carretera. En cambio no eres capaz de ver que existe una solidaridad casi inapreciable que suele estar presente en la mayoría de los seres humanos. Sales del Metro y alguien que sale sujeta la puerta para que tú también lo hagas con el que venga detrás. Entonces subes las escaleras, sientes el aire fresco y miras al cielo anochecido. Un sentimiento indescriptible brota de ningún lado y al mismo tiempo de todas las partes de tu cuerpo.
Alguna vez has tenido una época en la que el conflicto ha estado muy presente en tu vida. ¿Me equivoco? Eris, la discordia, parece haberos lanzado una manzana dorada a tí y a los que te rodean. Cuando discutes con alguien es porque ese alguien te importa relativamente -vale, eso es más viejo que la respiración- pero es por ello por lo que funcionan las amenazas. Uno de los contrincantes amenaza que con actuará, no con que puede actuar en caso de que la amenaza fracase. En este sentido existe la obstinación: un poder-hace junto a un querer-hacer a pesar de todo. La amenaza funciona como la promesa. Pero si lo piensas no necesitas obstinarte, no necesitas ese orgullo. Siempre he dicho que «a veces hay que ser un poco más drag queen» y fingir que no ha ocurrido nada.
La piedad por el ciego era tan violenta como una ansiedad, pero el mundo le parecía suyo, suyo, perecedero, suyo. [...] Ella amaba el mundo, amaba cuento fuera creado, amaba con repugnancia.
-Amor. Clarice Lispector-
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